viernes, 14 de enero de 2011

SERIAL

                                           
Le había empezado a mostrar la concha.
Desde que la clase había comenzado se le había sentado con ese trajecito azul de saco y minifalda y toda esa pierna en la primer fila, frente a él. Al comienzo el estaba metido en el tema: primer clase, tenía que convencer, imponerse, esos trucos. Como siempre, se mostró equilibrado, generando confianza. Las malas palabras eran un buen recurso, sólo si se las usaba en la cantidad y calidad adecuadas. Había entrado al curso fumando, no nervioso, si cansado. Los miró a todos. Como siempre, las perras en la primer fila. Ahí estaba ella. Al principio, tenía la cartera negra de cuero en la falda. Desde lejos él no se podía ver, minúsculo en los anteojos algo ordinarios de ella. Estaba el pelo recogido en una cinta breve. Anotó los nombres, como habían salido en el primer parcial. Tras los trazos lentos de su mano en el papel, comenzó a hablar. Al hablar los volvió a mirar. La mirada debía ser neutral, todos debían confiar en él: ninguna preferencia que no estuviera basada en el rendimiento. Trataba de soltar el humo con clase, usar las palabras con clase. Se sentía como un cuenco: El pecho vacío y el brillo de los ojos generoso. Les preguntó algo, sencillo. Como para ver quién se animaba a hablar con más soltura. Ella no dijo nada. Le pareció que balbuceaba algo, entre dientes. Ahí le volvió a mirar las piernas, las imaginó rodeando su cintura, sin penetración, desatándole el lazo del pelo, sin erección, los cuerpos juntos, de pié, ella ya mojada, como sus mejores mujeres de humedad instantánea. Se dio cuenta que la humedad depende de la soltura. Cuanto más nuevo es el polvo, más rápida y abundante es la mojadura. No lo sorprendió el silencio, ya estaba hablando sin haber dejado de pensar en ella. Más allá había otra, algo pelirroja-marrón, gata Buenas caderas, por lo mismo, buenas piernas. Buen clima de mujer.  Se entusiasmó, la clase comenzó a cobrar intensidad. La otra se curvaba en un vaquero muy estrecho, jugaba con su pelo largo y perfectamente lacio, prolijo, brilloso, se imaginó hundido de bruces allí, mientras le metía mano. Era raro. Tan caliente, y se había hecho un par de buenas pajas antes de salir de casa. El clima del curso iba en apogeo. Los cuerpos de los alumnos se habían soltado, alguno pidió permiso para fumar. Lo autorizó. La miró. Ella se había puesto una leve sonrisa en los labios y lo miraba con la lapicera entre los dientes, sostenida del otro extremo por el índice y pulgar de la mano izquierda. Interrumpió la clase por un instante. Salió del curso, cuando pasó por la administración mientras iba por un vaso de agua, el viejo que tomaba lista lo miró.
- ¿Y? ¿te diste cuenta cuál era?
No le contestó. Se tomó el agua de un saque. Pasó otra vez por  la administración. El viejo tenía una mano abajo del escritorio y  otra hecha un puño con sólo el dedo mayor izado. Le pareció que lo miraba a él, y que el brazo que terminaba abajo del escritorio se movía acompasadamente. Raro, el viejo. Nadie le tenía demasiada confianza en los casi dos meses que llevaba en el laburo. Era de esos tipos que tratan de agradar demasiado, forzadamente. “Necesita el laburo, pobre forro” pensó. Entró al curso, se volvió a sentar en el escritorio, siguió con la lección. Entonces sonó el celular. Sonaba en la cartera de la chica de minifalda y saco azules. Entonces, ella tuvo que quitar la cartera de su falda, abrirla, apagar el aparato, dejar, más decidida, la cartera en el suelo a su lado. Al hacerlo, se inclinó sobre su lado izquierdo, levantando delicadamente el pié derecho. El era una metralla de palabras y conceptos. La clase iba muy bien. Estaba excepcionalmente lúcido, a pesar del cansancio. Las frases concluían con la entonación correcta, las ideas cerraban perfectamente, como una sinfonía, resolvían contundentes los argumentos, y se encadenaban equilibradamente entre sí. Un razonamiento le sugería inmediatamente otro, que volvía mas y mas claros los conceptos, la estructura lógica de sus frases era irreprochable, impecable.
Se sentía implacable, en el cénit de su capacidad científica. Era un gladiador de la razón mutilando despiadadamente la incomprensión, su acción era violenta y acompasada, no admitía vacilaciones en la entonación ni en la pertinencia de sus términos, masacraba la ignorancia en la mente de sus alumnos, y se los hacía sentir gentil, pero poderosamente. En el fragor, en esa orgía, le vio la concha. Ella había dejado la cartera a un lado y ya no había nada sobre su minúscula falda. Si bien sus piernas estaban juntas, como un sendero delicioso, los zapatos de taco alto mantenían las rodillas un punto arriba de la línea de los muslos. La pollera se levantaba y se marcaba una zona blanca, de encaje con  transparencias. La miró ahí, perra puta. La siguió mirando mientras continuaba con la clase. Les hizo escribir algo, un ejercicio tal vez. No podía dejar de mirarla. Cuando levantó la vista -quería verle la boca- ella lo miraba también. Siguió hablando sin dejar de mirarla. Ella ya no escribió mas. Abrió muy poco las piernas, puta. El vio algo más. Aún sin dejar de dictar el ejercicio, escribió en un papel que hasta entonces se arrugaba en el bolsillo del saco. Lo dejó sobre el escritorio. Ella se pasó un dedo por el canal que hay de la nariz a la boca, y siguió escribiendo el ejercicio. Santo Dios, veintitrés, veinticuatro años  no más. Se calló. Los dejó trabajar. Miró a la otra, que no se daba por vencida con su pelo perfecto. Cuando pensó la palabra “perfecto” le vino a la cabeza “Perfect day” de Lou Reed. Lo cantó para sí hasta que los alumnos terminaron de resolver el dilema. Les retiró las hojas y aprovechó para hablar con los del fondo apoyando su muslo decidida pero delicadamente en el brazo izquierdo de ella. Cuando le retiró su hoja le dejó subrepticiamente el papel con lo que había escrito en el escritorio: “Quédese al finalizar la clase”. Ella no respondió. Mas bien pareció ocultarse en los anteojos y el pelo. Pareció apagarse lo que se había encendido en sus ojos, instantes atrás. Es que no lo volvió a mirar. Cerró las piernas sin evitar que la bombacha blanca se viera un poco. Enloquecedora, avergonzada, letal. El se estremeció, dubitativo. Su confianza cedió, se hizo polvo su arrojo. Suerte que la clase ya no duraría mucho más. Había perdido su poder en gran parte. Vacilaba. Las palabras  no  le sonaban convincentes y necesitaba otro vaso de agua. Quizás se hubiese confundido. Borró la palabra puta de su cabeza. Le vinieron a la cabeza las sanciones reiteradas que se había comido ese semestre: multa por llegar resacoso un sábado a la mañana a dar clase, por colgar cursos, por no asistir a las reuniones de cátedra, por no cumplir con las pautas de…etc. Un escándalo más, la denuncia de una alumna y era boleta, chau laburo. Hecho una sombra terminó la hora a las menos diez, los despidió sugiriéndoles que si tenían alguna consulta que hacer se podían quedar después de hora, diez minutos. Nadie se quedó. Ni siquiera ella. Sintió cierto alivio. Después de todo, era la primer clase. Se conformó con bromear con el viejo de las listas, viejo boludo. Fumar un cigarrillo antes de irse. Una buena meada, un par de pedos solitarios y adiós, hasta mañana mundo. Acomodó sus papeles, pensaba en una chala. Descolgó el saco del perchero, se lo calzó. Salió del curso. Bromeó a lo lejos con el viejo de las listas que seguía meneando el brazo derecho por debajo del escritorio en la administración. Le pareció oír un chasquido. El viejo le volvió a murmurar algo entre dientes, mientras le mostraba el dedo mayor extendido. Se sonrió. Falso. Pensaba: viejo pajero. Viejo boludo y pajero. Metete el dedo en el culo olor a grasa de auto que tenés, pajero. Ya no quedaba nadie en el instituto, dobló por el pasillo que lo llevaba al baño. Entonces la vio. Ella estaba del otro lado del pasillo, se había soltado el pelo. Se sobresaltaron mutuamente. Comprendió todo. Ella trató de decir algo. Se movieron como un culo contoneándose sus labios rojos.
-Sabía que…
La mano fría de él debajo de su falda breve, cortísima, la calló. Le metió la lengua. la hizo girar dentro de su boca roja. Tocó los bordes de la bombacha que lo había enloquecido. Era suave, el vello de su sexo era casi lacio, también suave. Ella lo volvió a besar. La llevó en silencio al baño de mujeres, cerró por dentro. Lo hicieron rápido. El viejo de la administración no se demoraba en cerrar. Volvió a escuchar el chasquido, a lo lejos, como si fuera en el pasillo, junto con el ruido del llavero del viejo. Le tiró el semen en la boca roja, ella no desperdició nada. El salió del baño, entró en el de hombres, se corrió la piel de la cabeza para mear, se acordó de los pedos, esa cábala. Ahí va el primero. Regular. El segundo no sonó porque lo apagó el sonido del chasquido del percutor de la pistola que tenía el viejo en la mano. Lo vio pasar por el pasillo en dirección al baño de mujeres. Se levantó los pantalones y escuchó el grito de ella, un segundo antes de las descargas. Tres tiros. Secos, con silenciador. El ruido del cuerpo de ella al caer al piso no correspondía a ese cuerpo liviano que se había cogido diez minutos antes. Aparte, la boca ahora estaba mas roja, y el traje se iba poniendo bordó. Con las manos sujetando el pantalón se miró con el viejo. Tenía una expresión tranquila en el rostro. Mirada de foto-carnet. Por eso se dio cuenta que iba a ser asesinado. Además porque el viejo fumaba un cigarrillo. Y porque  había empezado a trabajar hacía menos de dos meses atrás. “Serial”. Pensó. Y fué lo último que pensó en este mundo. Inclinado en el piso, sangrando por cinco orificios distintos, mucho más abundantemente de lo que siempre se había imaginado, lo vio alejarse, viejo puto, fumando por el pasillo con las llaves en la mano, ya eran las once menos cuarto y el instituto se cerraba a las diez y media. Le apagaron las luces. Murió en la oscuridad más absoluta.

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