jueves, 1 de septiembre de 2011

PARA LOS QUE PIDEN PENA DE MUERTE


José Pablo Feinmann, “Sobre la pena de muerte” en Página/12, sábado 29 de noviembre de 1997.



Entre 1976 y 1983 la Argentina vivió bajo la impiedad de un Estado criminal. Regía una pena de muerte silenciosa, cruel, no explicitada, sin tribunales ni jueces. Todos sabían sobre los horrores cotidianos. De una forma u otra, con mayor o menor conciencia. La mayoría confiaba sobrevivir al margen de un estado de cosas que había llegado demasiado lejos. Y la certidumbre de no poder incidir en los acontecimientos convalidaba la actitud melindrosa, cobarde, mezquina de dar vuelta la cabeza. El miedo no puede legitimar ninguna ética y sólo conduce a aberraciones insostenibles.

La mayor aberración radicaba en el conocimiento y la aceptación de lo que ocurría. Nadie ignoraba que el Estado aplicaba a mansalva la pena de muerte. Pero, (y ésta era una de las justificaciones más fuertes) la aplicaba contra quienes también la habían aplicado. Lo que tranquilizaba a los buenos argentinos era, “el Estado mata culpables. O “ellos lo quisieron así”. O “mueren en la ley que eligieron”. La ley y la única forma política en que la ley puede expresarse (es decir la democracia) estaban fuera de moda. Absolutamente fuera del espíritu de los tiempos.

El que acepta la pena de muerte busca siempre –porque sabe que la necesita- una justificación poderosa. Todas, en última instancia, consisten en buscar en el Estado un paralelo de la crueldad de los homicidas. Si antes, fuera de la democracia se dijo: “Los subversivos mataron, es natural que sean muertos”, y se aceptó la muerte silenciosa, hoy, dentro de la democracia, se pide la muerte estridente, con jueces, tribunales y medios de comunicación. El motivo es el mismo: “estamos asustados”. La propuesta es la misma: “Maten para tranquilizarnos”. No es causal que conspicuos procesistas, ideólogos y dinamizadores de la dictadura, pidan hoy, por televisión y con mucho rating, la pena de muerte. Llevan la muerte en el alma. Están acostumbrados a creer que hay seres humanos irrecuperables. Que, en determinado momento, al Otro, siempre, hay que matarlo. Antes, la excusa era el ataque a las instituciones por medio de la subversión. Hoy, la excusa es la infinita desdicha de un hombre a quien le han arrebatado la vida de un hijo. Que este hombre, aturdido por su dolor, incurra en el odio y la venganza tal vez sea comprensible. Pero que los viejos inquisidores procesistas se monten sobre ese dolor para pedir una vez más lo que siempre han pedido, la muerte, es injustificable.

Estoy contra la pena de muerte (y lo estoy especialmente en este país que desborda cadáveres) porque es pedir que el Estado, hoy, haga de modo público, lo mismo que hizo en el pasado, secretamente: matar. Ninguna atrocidad justifica entregar al Estado Democrático la atrocidad de matar. Que en lugar de buscar argucias o plebiscitos innecesarios para transformar una Constitución que prohíbe claramente la instauración de un Estado Verdugo, se luche por afianzar la Justicia y garantizar la decencia y la eficacia de las fuerzas policiales.

Este debate ya ha sido resuelto en todas las conciencias limpias de este mundo. Me avergüenza tener que discutirlo otra vez en la Argentina.

Sólo sugeriría detenernos en algo muy situado: la ejecución del condenado a muerte. En el texto de 1957 (un texto para el que se documentó minuciosamente), Albert Camus narraba que en 1914, en Argel, se condenó a la guillotina al asesino de toda una familia de agricultores, niños incluidos. “La opinión generalizada era que la decapitación constituía una pena demasiado benigna para semejante monstruo” (Reflexiones sobre la Guillotina. Obras Completas, tomo 3, Alianza.) Su padre, sigue Camus, particularmente indignado por la muerte de los niños, se vistió y, muy temprano, marchó hacia el lugar del suplicio, ya que deseaba presenciarlo, deseaba ver con sus propios ojos cómo se hacía justicia con el monstruo. “De lo que vio aquella mañana no dijo nada a nadie. Mi madre cuenta únicamente que volvió de prisa y corriendo, con el rostro desencajado, se negó a hablar, se tumbó un momento en la cama y de repente se puso a vomitar”.

El asesinato del Estado es tan bestial como cualquier otro asesinato. Y tiene el pavoroso peligro de acostumbrar al Estado a matar. Si aquí, en la Argentina, el Estado llegara a matar jurídicamente las otras muertes del Poder (desde el gatillo fácil de nuestras policías bravas hasta la soberbia de un automovilista impune que no va a detener su coche para complicarse y recoger del pavimento a un “peatón imprudente”) se multiplicarían. Alguien dirá “Si a Ud. como a mí, me mataran a un hijo, pensaría distinto”. Es posible. En un caso así es posible que el infinito dolor hiciera de mí un ser oscuro y vengativo. Pero ése ya sería otro, no sería yo. El crimen del Estado no tiene ni el atenuante de la pasión. No hay crimen más frío, más deliberado, más cruelmente racional que el del Estado. Se dice de los asesinos que son psicópatas, seres aberrantes, irrecuperables. ¿Por qué extraña razón podría el Estado matar y ser sano? Un Estado que mata es un Estado enfermo. Es un Estado que matando, se declara irrecuperable. El crimen del Estado es de una lentitud infinitamente cruel. De una premeditación enfermiza. La inyección letal. La cámara de gas. La silla eléctrica. Es muy abstracto hablar de pena de muerte sí o pena de muerte no. Hay que obligar a los partidarios de la pena de muerte a que describan el método de eliminación que proponen. Hay que invitarlos a un programa de televisión y pedirles que narren cómo habrían de ser eliminados los irrecuperables de la sociedad. Inevitablemente tendrían que hablar de la inyección letal o de la silla eléctrica. Tendrían que describir al irrecuperable entrando en la sala de ejecuciones. Al verdugo atando sus manos a la silla. O preparando la inyección letal. O dejando fluir lentamente el gas. Entre tanto, nosotros miraríamos sus caras. Las caras de los defensores de la pena de muerte. Y nos costaría mucho distinguir esas caras de las caras de los asesinos. Y nos costaría mucho no encontrar en esas caras el macabro plus de la frialdad, de la premeditación, de la alevosía. 

 

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